El
individualista, como nosotros lo concebimos, ama la vida y la fortaleza.
Proclama y exalta la alegría de estar vivo. Reconoce sinceramente que tiene por
objetivo su propia felicidad. El no es un asceta, y la mortificación de la
carne le repugna. Es un apasionado. Va hacia adelante sin oropeles, con la
frente coronada por pámpanos, y canta gustosamente acompañándose con la flauta
de Pan. Se comunica con la Naturaleza a través de su energía, que estimula los
instintos y los pensamientos.
No es joven ni viejo. Tiene la
edad que siente. Y mientras que le queda una gota de sangre en las venas,
combate para conquistar su lugar bajo el sol. No se impone, y no quiere
que los otros se impongan a él. Repudia los patrones y los dioses. Sabe amar, y
sabe arrepentirse. Rebosa de afecto por los suyos, los de “su” mundo, pero le horrorizan
los “falsos hermanos”. Es bravo y tiene conciencia de su dignidad personal. Se
plasma, se esculpe interiormente y reacciona hacia afuera. Se retira y se
prodiga.
No se preocupa por los prejuicios y se burla del “qué dirán”. Gusta
del arte, de las ciencias y las letras. Ama los libros, el estudio, la meditación y el trabajo. Es artesano, no
jornalero. Es generoso, sensible y sensual. Tiene sed de experiencias nuevas y
sensaciones frescas. Pero si avanza en la vida como un automóvil veloz, lo hace a condición de que sea él quien
conduce, animado por la voluntad de determinar por sí mismo cuál es el papel
que desempeña la sabiduría y cuál el deleite a lo largo de su vida.
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