Todos los días suelo tomar un
café en el bar Grecia. Me gusta ese lugar, su aire setentero, sus sillas altas
y sus cuadros deslucidos de la Hélade. Su toque decadente, la simpatía de
Bruno, el camarero y sobre todo su buen café, con leche espumosa, bien
caliente, me hacen cliente asiduo por la mañana.
Llego sobre las diez, cuando
apenas hay clientes, y me siento siempre en la esquina del fondo, alejado de la
entrada, donde se encuentra el revistero con la prensa del día. Enfrente tengo
también la televisión, de las de antes, nada de pantalla plana, que suele tener
los informativos que se repiten a lo largo del día una y otra vez. No animan
mucho, la verdad. En mi situación, en desempleo, sin ninguna ayuda económica
por haber sido autónomo y con una edad ya avanzada mis perspectivas laborales
son complicadas y, el día a día, costoso. He tenido que volver, a mi edad, con
mis padres, a comer y vestirme gracias a ellos, como cuando era pequeño. Así
que ver el telediario matutino sólo me recuerda una y otra vez mis propias
desgracias, pero aún así sigo leyendo, observando, consciente de que el
desconocimiento no sólo no acabará con ellas sino que, posiblemente, las
agravará.
Suelo estar sólo al fondo del
bar. Bruno me saca la taza negra de café con leche espumosa, humeante, y me la
tiende con su habitual sonrisa. Mientras ojeo el periódico abro el azucarillo, y
siempre se me cae un poco encima de la barra. Nunca he conseguido dominar la
técnica para no derramar nada. Lo vierto en el café y remuevo, y remuevo, muy
lentamente, mientras me fijo en los titulares por lo general nada halagüeños.
Doy un sorbo pequeño, me quemo
ligeramente los labios, es agradable. Vuelvo a remover, no hace falta, pero es
el ritual, el que sigo a diario. Por el rabillo del ojo veo que alguien se pone
a mi lado y pide otro café. Bien peinado, polo de esos que tienen un jinete a
caballo de gran tamaño y un número enorme, pantalón de marca. Sigo a lo mío. Si
algo me gusta de las mañanas es abstraerme de todo, estar a lo mío.
En la televisión un desahucio.
Otro más. Apartó el diario y me fijo en la caja tonta. Una pareja de ancianos
está siendo expulsada. Hay una multitud de vecinos apoyándoles, evitando que la
policía llegue hasta el domicilio. Gritos, empujones y comienzan los golpes.
Empieza mi mal humor. Algo
habitual, llego tranquilo y me marcho enfadado, asqueado de lo que está pasando
y de cómo estamos siendo dirigidos como reses al matadero. Nuevas imágenes,
esta vez de una manifestación en el centro de Madrid. Miles de personas contra
el desahucio, gritando al gobierno que me recuerda a esos monos que se tapan la
boca, las orejas y los ojos.
- Ya están los de siempre.
Miro de soslayo al acompañante no
deseado. Le pongo cara de póker, de no querer conversar, de querer seguir en mi
rutina. En la caja boba las pancartas han dado paso a las porras, a las
carreras, a los gritos y sirenas.
- Los rojos siempre dando guerra cuando pierden en
las elecciones. Con ZP seguro que estaban en casita los muy...
Me acabo el café. Suelo quedarme
unos minutos siempre después de terminar la taza, saboreándolo antes de
despedirme, pero ese día no me apetece. El repeinado éste me ha agriado el
único ritual placentero que tengo a diario. Dejo el euro veinte en la mesa y me
levanto.
- ... más fuerte les daba yo, a estos vagos hippies,
o mejor con una manguera, para ducharlos.
No iba a contestar. No soy muy
hablador a las mañanas, me gustar estar sólo yo conmigo mismo, pero ya me ha
crispado y calentado la cabeza.
-
¿Sabe lo que le digo? ¡Que le den por culo, a
usted, a los que están ahora en el gobierno y a los que estuvieron antes que
ellos!
Me alejo de ahí y dejo al
engominado con su boca de dientes perfectos abierta cual buzón de correos. Salgo
dando un portazo (ya me disculparé con Bruno mañana) y noto, según voy
caminando y la mañana me refresca, que me relajo poco a poco. Recuerdo la cara de
pasmado del hombre del bar y poco a poco mi boca muestra una sonrisa. Hay que
ver, quién lo iba a decir, esta mañana al final me siento un poco menos
indignado.
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