El día era gris, como
cualquier otro día de otoño. Los corderos se levantaron pronto, apenas habían
dormido. Sabían que pronto los echarían de su casa. Hacía ya algún mes que no
podían pagarla, habían perdido sus prados y no podían encontrar trabajo en
ninguna granja. Pero en las pocilgas sus acreedores no sabían de familia, ni de
penurias. Ellos vivían rodeados de su fango, enriquecidos y gordos por la
comida que día a día sus corderos pagaban, babeando sobre los billetes que ganaban
de la usura. Y cuando un cordero no pagaba, ellos sabían qué hacer.
Un desahucio en Barcelona. Foto Periódico Diagonal.
Hacía frío ese día. El
camino estrecho que conducía al establo empezó a llenarse de lobos. Trabajan
para los amos usureros de las pocilgas a cambio de alimentarlos y darles techo.
Se acercaron con la fuerza que sus colmillos daban, uniformados. La familia
cordera miraba por la ventana, cerraron la puerta y decidieron que no saldrían,
aunque temían a los lobos. Pues éstos nunca cejaban en su empeño, en su
trabajo. Algún cordero de familias vecinas se acercó al establo, hubo gritos de
apoyo a los corderos. Pero los lobos eran fuertes, y grandes, y rompieron la
puerta con sus garras, llenaron de saliva rabiosa los muros, mientras con sus
patas desgarraban la puerta hasta tirarla abajo. Y tras esos muros esperaban
los corderos, agarrados entre ellos como una cadena. Uno de ellos, desesperado,
plantó cara a los chacales, y una lluvia de empujones y golpes lo tiró al
suelo. Pasaron sobre él, y cogieron al resto de corderos, y a empujones los sacaron
de su establo, de su hogar.
Era un día triste. Menos en
las pocilgas donde se hacían los negocios. Una llamada le informó al dueño de
ese establo y otros tantos que la familia cordera ya había sido expulsada y su
establo tenía una nueva cerradura. Eructó, se frotó la barriga y se revolvió
sonriente en el fango de su despacho. Un día más.
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