miércoles, 7 de marzo de 2012

García Oliver. El pistolerismo estatal (1921)

Si te sometes, vivirás en paz. Si no te sometes, tendrás que guerrear. Así lo viví yo, que desde mucho antes que nacer, España vivió en permanente estado de guerra civil. Nuestra permanente guerra civil solamente tuvo como perdedores, hasta entonces, a los de abajo.

Desde que la CNT se lanzó a luchar por mejorar las condiciones de vida de los trabajadores, los de enfrente, los que eternamente habían vivido bien a costa de la mansedumbre de los obreros, se declararon en guerra contra los Sindicatos Únicos. Y no se conformaban con guerrear contra unas aspiraciones abstractas, sino que llevaron sus ataques hasta la eliminación física de los hombres del sindicalismo.

La parcialidad de los gobernantes era evidente. Caían acribillados a balazos patronos y pistoleros del Libre. Pero caían asesinados muchos sindicalistas. Lo lógico hubiera sido que las cárceles fueran ocupadas por burgueses, pistoleros libreños, y sindicalistas y anarquistas. Pero no fue así. A las cárceles sólo iban a parar sindicalistas y anarquistas. Por decenas primero. Por centenares después. Pero ni un sólo burgués. 

Nombrado gobernador militar de Barcelona por Eduardo Dato en 1919, Severiano Martínez Anido fue el principal valedor (junto con Dato) de la Ley de Fugas y el terrorismo estatal, amparando el "pistolerismo blanco", que no era otra cosa que sicarios contratados por la patronal y que atentaban contra todo lo que a sindical oliera. 


Cuando descendí del tren de la estación de Reus, procedente de Madrid, lo primero que vi fue a Padilla y a su grupo de policías junto al empleado que recogía los billetes caducados; parecían una traílla de perros dispuestos a lanzarse sobre su presa. La presa era yo. Pero no lo hicieron. Pasé cerca de ellos, impasible. El jefe del gobierno y su subsecretario podían atestiguar que yo estaba en Madrid cuando en Reus fue abatido a tiros el requeté Navarro, presidente del Sindicato Libre.

(...)

Estábamos en plena guerra civil, en cuyo nosotros ocupábamos las peores posiciones. De pronto, la situación se agravó. Dos grupos de pistoleros libreños irrumpieron en la parte más céntrica de la ciudad y, pistola en mano, repartieron por bares, cafés y plazas un manifiesto en octavillas impresas en el que se afirmaba que matarían a tiros donde los encontrasen a los sindicalistas más significados de Reus cuyos nombres, en número de diez, insertaban en el manifiesto. Mi nombre iba a la cabeza. 

El mismo día del reparto de las hojas un grupo de aquellos asesinos se asomó a nuestro local social, que ocupaba la planta baja de una esquina de la calle San Pablo. Era la hora del atardecer, cuando acudían los obreros a pagar sus cuotas, a relacionarse entre ellos. Los pistoleros dispararon sus armas, dándose a la fuga rápidamente hacia la calle del Padró. Alguien, de piernas ágiles y larga zancada, salió del local, tomando la dirección opuesta a la seguida por los pistoleros, y al llegar a la calle Camino de Aleixar, doblando a la izquierda, se dirigió a la Plaza del Rey, donde se enfrentaría a los pistoleros, bastante desprevenidos por aquella táctica sorpresiva. 

El perseguidor de los pistoleros era Batista, miembro de la sección de Peones. Tendría unos treinta años, bastante alto, algo rubio, de cara pecosa y mirar de zorro. Era tenido por el cazador furtivo más audaz de la comarca. Llegó a la Fuente del Rey cuando tres de los pistoleros se cruzaban con él. Pero Batista, sacando de la faja un revólver de tambor, les gritó: ¡Eh, vosotros tres!, lo que hizo que se volviesen e intentasen sacar las pistolas. No les dio tiempo: uno cayó muerto, otro herido en un hombro que emprendió la fuga con el tercero, que iba ileso.

Batista era muy conocido. No huyó. Fue detenido y procesado.

GARCÍA OLIVER, J. "El eco de los pasos". 


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