Vivimos tiempos oscuros, de
desmemoria, de revisionismo histórico que pretender legitimar ciertos ideales
un día llamados fascistas y que ahora, tras un pequeño lavado de imagen, se
autoproclaman neoliberales, centristas, etc. Frente a la historia como ciencia
surgen escritores con grandes ventas a sus espaldas que pretenden no ya
instaurar la vergüenza del olvido, del pasar página, del “todos fuimos
culpables” sino, y con toda desfachatez, pretender que la historia les responda
el “era necesario” o “no había otra
alternativa para el caos que se vivían”.
La literatura, desde el mismo
instante en que la guerra civil española se acabó, intentó suplir mediante
libelos una historia que, si bien es más complicada que un discurso lineal, en
ningún caso podía ser contada tal cual fue porque no hubiera sido “nacional”. Javier Rodrigo, en su artículo
“España era una patria enferma” (2009) nos habla de algunas de esas obras, como
por ejemplo la Historia de la Cruzada
Española (dir. ARRARÁS). Cito el artículo textualmente:
“Así, en ese tiempo, en Granada “las turbas, sin norte fijo, van de un lado a otro como revueltas (...)
acuden al lugar de la refriega grupos heterogéneos de obreros, mozalbetes y
arpías (...) la especie corre sin más averiguaciones (...) el populacho repite
sin cansarse el estribillo: ¡Armas, armas, armas! (...) En Fuente de
Cantos, un pueblo de Badajoz ocupado por “las
hienas”, “dueñas las turbas del
pueblo, grupos de prostitutas asaltan el convento”. El Cuarte de la Montaña
de Madrid es asaltado por una turba “hija
de la noche, que ha venido (...) de todos los suburbios donde se pudre el
detritus social que arrojan de sí (...) las grandes aglomeraciones urbanas
(...). La noche insomne y libertaria los ha acoplado con partidas de
prostitutas (...) con la promesa de un espasmo trágico”. En Málaga, “al desbordamiento ciego de las masas,
seguiría la organización sistemática del crimen, el imperio del terror en forma
de aparato de tortura lenta”. En San Sebastián, “las tiorras embutidas en monos y los milicianos ahítos de vino van
clamando la necesidad de una degollina”.
Joaquín Arrarás Iribarren, director de la magna obra de historia-ficción "Historia de la Cruzada Española"
Fotografía: Euskomedia
El fin del mundo, el apocalipsis,
algo había que hacer, liberar a España del mal, acabar con la barbarie, con el
crimen, con los rojos en definitiva, entendiéndose como rojo todo aquel que no
era fiel seguidor del Movimiento Nacional. Y como los malos hacían muchas
maldades, era de justicia que se aplicara la mayor violencia sobre ellos,
violencia que era justa y, por supuesto, divina. Así se recuerda en el artículo
de J. Rodrigo antes citado, cuando el archiconocido (por otros menesteres)
Carrero Blanco afirmaba en 1945 que el Régimen habría de actuar “sobre la base
que es moral y lícito imponerse por el terror cuando este se fundamenta en la
justicia y corta un mal mayor”.
Seguramente a estos escritores
revisionistas nunca les interesará hablar de personajes como Don Gonzalo de
Aguilera. Aunque abundan por la web algunas de sus máximas, no podía sin
embargo dejar de reproducir una de ellas en su fuente original. Esto es, lo que
Peter Kemp escribe en su obra “Legionario en España”. Peter era un estudiante
de Cambridge que se alistó en el bando nacional y que escribió sus avatares en
un libro titulado originalmente “Mine were of truoble”. Dedica apenas unos
párrafos al malogrado Don Gonzalo, líneas que sin embargo son muy descriptivas
y hablan por sí sólas. Reza así:
“Don Gonzalo de Aguilera, conde de Alba de Yeltes, grande de
España, era un viejo soldado de caballería de lo que creo que se conoce como
“vieja escuela”. Es decir, era amigo personal del rey Alfonso XIII, gran
jugador de polo y magnífico deportista; hablaba inglés, francés y alemán a la
perfección (me dijo que su madre era escocesa). A pesar de que viajaba mucho,
no descuidaba sus propiedades y pasaba gran parte de su tiempo cuidando de sus
fincas cerca de Guadalajara. Poseía gran cultura, profundos conocimientos de
literatura, historia y ciencia. Sus no menores conocimientos de vituperación
durante la guerra civil le ganaron el apodo de “Capitán Veneno”.
A pesar de ser amigo leal, audaz crítico y estimulante
compañero, algunas veces me he preguntado si sus cualidades realmente le
capacitaban para la tarea de interpretar la causa nacionalista a extranjeros de
importancia.
Tenía algunas ideas originales sobre las causas fundamentales
de la guerra civil. La principal de ellas, si no recuerdo mal, era la
introducción de las modernas medidas sanitarias; anteriormente, a eso, la hez
del pueblo había perecido gracias a útiles enfermedades; entonces sobrevivía y,
naturalmente, se crecía. Otra curiosa teoría era que los nacionalistas debieran
haber fusilado a todos los limpiabotas (el limpiabotas es parte tan integrante
de la escena española como el vendedor de periódicos).
- Mi querido amigo -me explicó, es algo perfectamente razonable. El individuo que se
agacha a los pies de uno en un café o en la calle, seguramente es comunista;
por tanto, ¿por qué no fusilarle y acabar con el de una vez? No hay necesidad
de juicio; su culpabilidad es inherente a su profesión.
Como nota decir que Peter Kemp no
puede ser tachado de enemigo de la “causa nacional” pues luchó en su bando y
es, entre otras cosas, uno de los que afirma (en este mismo libro) que Gernika
fue quemado por los republicanos. Esta fuente hace que lo que afirme acerca de
Gonzalo de Aguilera resulte muy, muy verosímil. Por cierto, en 1964, un año antes
de morir, Aguilera mató a disparos a sus dos hijos. Así lo contaba La
Vanguardia en su edición del 30 de agosto de 1964:
“En un arrebato de locura, el conde de Alba de Yeltes, don
Gonzalo Aguilera Monro, de 77 años de edad, ha matado a tiros de revólver a sus
dos hijos, Gonzalo y Agustín, de 47 y 39 años de edad, respectivamente.
El hecho ocurrió en su finca de “Sanchiricones”, enclavada en
el término municipal de Matilla de los Caños, de esta provincia. Su hijo
Agustín entró en la habitación en la que normalmente estaba aislado su padre,
por padecer desde hace tiempo enajenación mental y manía persecutoria contra
sus familiares. El conde sacó un revólver tipo “Colt” antiguo, que tenía
escondido, y disparó contra su hijo, quien salió huyendo de la habitación y al
que persiguió hasta la puerta de la cocina, donde lo remató. Durante la
persecución se encontró, en una habitación intermedia, con su otro hijo,
Gonzalo, que acudió al oír los disparos, y lo mató de un tiro en el pecho. La
esposa del conde, doña Francisa Magdalena Ruiz, de 72 años de edad, al ver que
su marido la amenazaba con el revólver, se refugió en su dormitorio y salió al
exterior de la casa por un balcón, refugiándose en una de las viviendas de los
arlededores del caserío.
El autor del doble parricidio se entregó a la Guardia Civil
sin ofrecer resistencia. Fue internado en el Sanatorio Psiquiátrico Provincial,
a disposición del Juzgado de Instrucción”.
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