Ya en el siglo XXI cualquier país medianamente ético debería
de tender a prohibir cualquier espectáculo que incluya el sufrimiento de
cualquier especie animal. En esta monarquía
democrática, aparte de algunas peleas de gallos y perros (eso sí,
clandestinas), el principal problema es, sin duda, los espectáculos que tienden
a tener al toro no como protagonista, sino como víctima de las diferentes
putadas que a diferentes tipos se les ha ocurrido en algún momento de la
historia. Prenderles fuego a los cuernos, tirarlos al mar o simplemente
torearlos en una plaza pública entre picas, banderillas y espadazo final son
los diferentes destinos de estos animales sacrificados en el ara del populismo (más
bien diría del borreguismo) con el pretexto, sobre todo, de la tradición.
Y es que no todo lo tradicional es bueno. Y sino que se lo
digan a los antiguos esclavos que morían en las arenas romanas o al garrote
vil, tan tradicional en nuestras tierras. La tradición no deja de ser un hecho
de cualquier naturaleza que se acaba repitiendo a lo largo del tiempo. Y aquí
entra todo. Desde pasear la virgen un primero de mes a tirar una cabra desde la
torre de una iglesia o echarse tomates, vino, agua, o cualquier de sus
variantes por las calles mientras nos agarramos una tranca del copón.
El ¿arte? del toreo
La otra disculpa es la libertad. “Que el que quiera ir vaya,
y el que no, pues no”. Fácil disculpa, señores, donde la tortura a un animal de
forma indiscriminada queda por siempre disculpada por aquello de que “cada uno
que haga lo que se le ponga en los... las narices”. Si abogamos estar en contra
de la tortura animal, la libertad de acudir a estos eventos no deja de ser
una disculpa de tontos, de muy tontos.
Imaginemos al garrulo de turno sacudiendo a su perro unos buenos varazos con el
consiguiente disfrute de sus amigos, tan garrulos como él. Un buen hombre le
diría: no debe de hacer eso. A lo que el canalla que esta con el palo en sus
garras le dice: “señor, es usted libre de mirar, pero a mí déjeme que le rompa
las costillas a mi perro”.
Nos enteramos estos días que en la plaza de Illumbe, en
Donostia, no va a haber más corridas de toros. Y no dejamos de alegrarnos por
ello. Una buena noticia para todos, y no digamos ya para todos esos animales
que se librarán de ser torturados en ella. Sin embargo, y por desgracia, en
otros lugares de Gipuzkoa de gran tradición en estos “festejos” se mantendrá
esta sinrazón. Y nos suena a que sucederá algo parecido a lo que ya hemos visto
en Catalunya, donde partidos políticos que posiblemente acabarían con esta
práctica animal en todos los lugares donde sus atribuciones políticas lo
permitieran, sin embargo, hacen política y evitan este tipo de acciones en
aquellos “feudos” del toreo donde podrían perder votos. Ojala esto cambie y los
que dicen representarnos pongan toda la carne en el asador y digan: prohibimos
los toros por cuestión ética, porque no somos unos animales que disfrutamos del
dolor ajeno, sea animal o humano. El día en que estos espectáculos sobrepasen
las fronteras de las nacionalidades y dejen de ser algo típicamente español (la
fiesta nacional), catalán (toros a la mar, embolados...) o vasco (por ejemplo
Azpeitia como feudo de ello) para pasar a ser algo éticamente reprobable, ese
día todos seremos más dignos y, por qué no, también más justos.
Bous a la mar. Ver aquí arte es, sencillamente, de enfermos.
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