“Soldados míos, la mayoría de vosotros ha oído hablar de un ejemplo
análogo de la grande y poderosa Historia de Europa. Aunque en aquella ocasión
el número era pequeño, el final no tuvo ninguna diferencia con el de ahora.
Hace dos milenios y medio, en un pequeño desfiladero de Grecia, un hombre
infinitamente valeroso y temerario, Leónidas, se situó allí con trescientos
espartanos, hombres procedentes de un pueblo famoso por su valor y su
temeridad. Una mayoría abrumadora atacaba una y otra vez a aquel pequeño grupo.
El cielo se oscurecía por el número de flechas disparadas. También entonces
había que resistir el asalto de unas hordas lanzadas contra el hombre nórdico.
Jerjes tenía a su disposición un número impresionante de combatientes, pero los
trescientos espartanos ni cedieron ni titubearon, riñeron una vez y otra una
lucha sin esperanzas, sin esperanzas en sus resultados, pero no en su
significación. Cayó por fin el último hombre. En aquel desfiladero hay ahora
una lápida con esta inscripción: "pasajero, ve y di a Esparta que aquí
hemos muerto por obedecer sus leyes sagradas."
Fueron trescientos hombres, camaradas míos, han transcurrido milenios y hoy siguen valiendo aquella lucha y aquel sacrificio tan heroico como ejemplo del más alto espíritu militar. Y una vez más se dirá de la historia de nuestros días: Ve y di a Alemania que nos has visto luchar en Stalingrado como nos había mandado la ley, la ley de la seguridad de nuestro pueblo. Y esta ley la lleva cada uno de nosotros en nuestro pecho. La ley de morir por Alemania, si la vida de Alemania os lo exige. Pero eso no constituye sólo un deber para nosotros, los soldados. Este heroísmo, este sacrificio obligan al pueblo entero”.
Fueron trescientos hombres, camaradas míos, han transcurrido milenios y hoy siguen valiendo aquella lucha y aquel sacrificio tan heroico como ejemplo del más alto espíritu militar. Y una vez más se dirá de la historia de nuestros días: Ve y di a Alemania que nos has visto luchar en Stalingrado como nos había mandado la ley, la ley de la seguridad de nuestro pueblo. Y esta ley la lleva cada uno de nosotros en nuestro pecho. La ley de morir por Alemania, si la vida de Alemania os lo exige. Pero eso no constituye sólo un deber para nosotros, los soldados. Este heroísmo, este sacrificio obligan al pueblo entero”.
Discurso de Hermann Göering,
30 de enero de 1943
El día de la celebración del 10º aniversario del régimen nazi Hermann
Göering realizó su particular oración de duelo por el 6º Ejército en
Stalingrado. A tres días del apresamiento y rendición ante los soviéticos del
recién nombrado Mariscal de Campo Friedrich Paulus hacía días que todo estaba
perdido para los alemanes.
Stalingrado, la antigua Tsaritsin, fue asolada por la Horda de oro del
gran Khan en 1237 pero realmente nunca llegó a conocer la calma. Su penúltima
peripecia había sido la victoria roja a manos de José Stalin sobre el Ejército
Blanco, momento en que cambió de nombre por el de su libertador. Arrasada casi
por completo se volvió a reedificar con la misma orientación que tenía a
finales del siglo XIX, esto es, una ciudad industrial que a principios de los
años 40 albergaba medio millón de almas.
Stalingrado antes de 1942
Cuando la flota área comenzó a bombardear la ciudad primero y cuando la
16 División Panzer llegó a los suburbios de Stalingrado después comenzó a
forjarse la leyenda de la resistencia, por parte de Rusia, y de la épica
soldadesca, por parte de Alemania. O deberíamos decir por parte de la
propaganda de guerra alemana. Hitler ya había dicho que “la ocupación de
Stalingrado, que permanecerá, va a intensificar esta victoria colosal (en el
Volga) y la reforzará, y podéis estar seguros que ningún ser humano expulsará
de este lugar de ahora en adelante”. No entraremos en detalle en la batalla ni
en sus diferentes fases, para ello están las monografías, pero en su primera
parte la victoria alemana parecía ser cosa de poco tiempo. La resistencia rusa
mediante el continuo transporte de barcas llenas de refuerzos que cruzaban el
Volga era hasta bien visto por parte alemana, que creía que de esa manera no sólo
se alargaría la agonía de la ciudad sino que provocaría aún más bajas en sus
defensores. Sin embargo, cuando el 22 de noviembre la ofensiva rusa con más de
un millón de hombres cruzó las largas líneas alemanas y dejó aislados a su 6º
Ejército y al 4º Ejército rumano el cambio de rumbo fue ya un hecho.
Si bien inicialmente los soldados continuaron luchando con fé en la
salida a esa situación (en Demiansk 100.000 sodados habían resistido durante
cuatro meses en otra bolsa, eso sí, de menor tamaño) según fueron pasando los
días se vio que Göering no podría cumplir su palabra de apoyo aéreo al kessel.
Hitler podría haber ordenado maniobras de retirada que seguramente en los
primeros momentos podrían haber funcionado; sin embargo decidió convertir la
bolsa en una fortaleza o, más bien, en un futuro cementerio.
Según transcurría el tiempo y la victoria soviética total estaba más
cerca, las informaciones sobre lo que sucedía en Stalingrado se iban haciendo
menos frecuentes en los medios informativos alemanes. Así las cosas, Goebbels
convenció a Hitler de cambiar el discurso: viendo que la victoria ya no era
posible sólo quedaba apelar al “heroísmo épico”. Y así llegamos al discurso de
Göering. Un ejército contra todo pronóstico rodeado y vencido pasaba, por orden
de la propaganda, a ser el último bastión frente a la bestia asiática. Göering
convertía en “hombres nórdicos” a esos espartanos que que aguantaron las hordas
y que con su sacrificio permitieron finalmente la victoria griega.
El 30 de enero, cuando la última posición alemana cayó, la radio habló
de que “durante la heroica batalla todos los hombres, hasta el general,
lucharon en la línea de combate más avanzada con bayonetas fijas”. El 3 de
febrero la radio anunciaba que la batalla había terminado: “el sacrificio del
6º Ejército no ha sido en vano (…) Generales, oficiales, suboficiales han
luchado codo con codo hasta la última bala. Han muerto para que Alemania pueda
vivir”. La épica que Goebbels, Göering y Hitler quisieron mostrar al pueblo
alemán no fue aceptada por éste. Que un ejército entero fuese tragado de la
noche a la mañana en la lejana Rusia cuando en noviembre Hitler había anunciado
que la caída de Stalingrado era cuestión de días parecía, cuanto menos,
escandaloso, más aún en un pueblo que seguía a su Führer como si del mesías se
tratara.
Y a los pocos días ya se comenzó a hablar de los supervivientes, esos
que según la propaganda oficial no podían existir porque todos habían luchado
hasta la última bala, hasta el último hombre, como si de los 300 se trataran. Y
se empezó a conocer que miles de ellos estaban prisioneros, incluido Paulus: ni
siquiera su nombramiento de mariscal por parte de Hitler evitó que se acabara
entregando vivo. La épica nuevamente resultó ser menos heroica que las antiguas
historias griegas.
Rendición del Mariscal Paulus junto con su ayudante Wilhel Adam y el general Arthur Schmidt
El régimen nazi creyó poco apropiado seguir hablando de esa batalla que
“cambiaría el curso de la historia “y que, sin embargo, acabó en una gran
derrota con más de 90.000 prisioneros. Nunca le importó el destino final de sus
soldados, menos aún el sentimiento de impotencia de sus familiares ante la
desinformación y la mentira acerca del destino de sus hijos y maridos. El 3 de
febrero de 1944, el primer aniversario de la batalla fue celebrado en silencio.
Las Termópilas, con su célebre sacrificio espartano por Grecia, quedaba lejos
de los campos de concentración rusos donde miles de alemanes eran olvidados por
el régimen nazi.